El aspirante sigue el camino de la Iniciación en Egipto.
Aunque nadie le ve, siempre está vigilado por sus intercesores y a la menor debilidad, acudirán presurosos y, por otros corredores le conducirán a la puerta de entrada para que se reintegre a la luz y a la vida exterior, no sin haber jurado que a nadie referiría lo ocurrido. El perjuro será castigado terriblemente porque este descenso a las etapas inferiores otorgan al aspirante los poderes de las tinieblas y ¡ ay de quien se atreve a comunicar estos poderes a los demás! y ¡ay de quien los utiliza para sus fines personales!
Al final del oscuro corredor encuentra el aspirante a tres iniciados que cubren sus cabezas y sus rostros con la máscara de Anubis. (Hay tres iniciadores que nos conducen en estas etapas antes de llegar al altar de los misterios Mayores: El Gran Iniciador, que es el Maestro Interno; el Iniciador Menor, que es el instructor mental y, el Iniciador Mediano, que es nuestro Poder de voluntad.)
Aquella puerta es en la Iniciación, la puerta de la muerte.
Uno de los enmascarados dice al aspirante:
“No estamos nosotros aquí para estorbarle el paso. Puedes seguir tu marcha, si los dioses te conceden el valor que necesitas. Pero ten por sabido, que si transpuesto este lugar (y llegas hasta el fuego sagrado de tu Divinidad), y en algún momento retrocedes, aquí estamos para impedirte que huyas. Hasta ahora libre eres para desandar lo andado, mas si prosigues habrás perdido toda esperanza de salir de estos lugares sin obtener la definitiva victoria. A tiempo estás; decídete. Si renuncias, aún puedes salir por este corredor (que comunica con el mundo exterior) sin volver atrás la vista: si avanzas, sigue el camino que ves frente a ti (que conduce al centro de la médula espinal) por donde debes escalar hasta el CIELO. Este camino debes recorrerlo sin vacilación (si no quieres ser retenido en vuestro propio infierno). Escoge.”
Al contestar el aspirante que nada le arredra, los tres guardianes, dejan pasar, cerrando la puerta (la cuarta). Otra vez queda solo en un largo pasadizo a cuyo extremo advierte un resplandor. A medida que adelanta, su luz se hace más intensa llegando a ser deslumbradora. Pronto llega a una estancia abovedada donde, a un lado y a otro, arden enormes piras cuyas llamas se entrecruzan en el centro (de la base de la columna vertebral).
Esta parte está cubierta por un enrejado incandescente.
Los clavos apenas le permiten poner el pie en lugar seguro de quemaduras, y al recorrerlo no era sólo el peligro de padecer abrasado el que le amenaza, sino el morir asfixiado en aquel ambiente irrespirable.
Cerrando los ojos, el aspirante penetra en la ígnea habitación; pero ¡oh increíble encanto! Al tocar sus pies el enrejado fino, (cuando el pensamiento puro penetra sin temor en el fuego sagrado) las llamas desaparecen, las hogueras se apagan instantáneamente y el paso entre ellas se hace posible sin temor a afrontar una muerte espantosa. Y no se crea que se trata con esto de un mero símil, sino de una realidad tangible. En las entrañas misteriosísimas de nuestro cuerpo, como en las de nuestro Planeta arde, según la física, un gran fuego, y duerme según la Metafísica un fuego aún más intenso, es el fuego del Cósmico pensamiento. Estos fuegos ocultos a la mirada del profano, que vive fuera de su Templo, son vistas y sentidas solamente por el Iniciado.
El dominio de los tres cuerpos es necesarísimo para la última prueba que equivalía al coronamiento de toda la iniciación en Egipto.
Significaba la completa dejación de todo lo vulgar, lo terrenal, para alcanzar la suprema luz; la que sólo brilla ante los ojos cerrados por la muerte física.
Esta última prueba consistía en colocar al discípulo dentro de un sarcófago. Echado dentro de él, tenía que pasar inmóvil toda una noche entregado a profunda meditación y a especiales rezos. En estas condiciones, realizaba la proyección de cuerpo ASTRAL, según los métodos que le habían enseñado, y su cuerpo invisible, arrastrado por las corrientes de los planos superiores, ascendía a las alturas donde le era dicha la última palabra, donde conocía el último secreto de la absoluta verdad. Al lucir el nuevo día levanta de la base del sarcófago un hombre distinto: un Adepto perteneciente a la suprema jerarquía de la INICIACION en Egipto. Sus poderes eran indescriptibles, y sus obligaciones y responsabilidades eran espantosas. Sólo un maestro de la Secreta Sabiduría podía ser capaz de afrontarlas.
La entrada en el
, necesita el dominio de los tres cuerpos arriba indicados, el aspirante debe ser puro en cuerpo físico, en cuerpo de deseos y en cuerpo de pensamientos o en otro término, en pensamientos, deseos y obras.
La verdad es interna y para llegar hasta ella debemos entrar en nuestro mundo interno y hacer de nuestro cuerpo físico un sarcófago. Por medio de la profunda meditación y la oración mental, el espíritu penetra en las corrientes divinas, asciende hasta el Padre quien “al vencedor le dará maná escondido; y le dará una piedrecilla blanca y en la piedrecilla un nombre nuevo escrito, que no sabe ninguno sino aquel que lo recibe”
La religión en Egipto
La religión egipcia fue una religión esotérica, cuyos ritos eran sustraídos de la vista del pueblo, al menos en su parte esencial. El templo egipcio era fundamentalmente distinto de una iglesia moderna, que está abierta a todos, aun a los incrédulos: los “profanos”, los que no formaban parte del sacerdocio, no podían entrar en el santuario del dios o de la diosa.
Después de un patio público había una sala cuyo techo soportaban numerosas columnas (sala hipóstila, literalmente: “bajo las columnas”). Esta parte del templo, donde los fieles depositaban sus ofrendas al dios, era accesible bajo ciertas condiciones. Luego, seguía el santuario, al que solo podían entrar los sacerdotes: los Colegios sacerdotales eran los únicos depositarios de los ritos, de los símbolos y de las doctrinas de la religión.
Los ritos de iniciación en Egipto
Isaac Asimov en su libro “Historia de los Egipcios” dice: Es posible que el culto del sol condujera de forma natural a la noción del ciclo de vida, muerte y renacimiento. Cada tarde el sol se ponía por el Oeste, y cada mañana se elevaba de nuevo. Los egipcios imaginaban al sol como un infante que aparecía por el Este, crecía con rapidez, alcanzando el pleno desarrollo a mediodía, la madurez al ir cayendo hacia el Oeste, y la vejez y la muerte al irse poniendo y desaparecer. Pero tras realizar un peligroso viaje a través de las cavernas del mundo subterráneo, volvía a aparecer por el Este, a la mañana siguiente, con el aspecto fresco y joven de un muchacho, renovando así su vida.
La muerte y la resurrección
En los santuarios se desarrollaba un ritual sumamente complejo, casi siempre consagrado a un mito central: la leyenda de Osiris, cuya muerte y resurrección simbolizaban el ritmo de las estaciones. Osiris, el dios-hombre, y su hermana- esposa, Isis, eran las dos divinidades más populares del antiguo Egipto, y su culto, particularmente el de Isis, había de difundirse más tarde en toda la cuenca del Mediterráneo. Alrededor del mito de Osiris, muerto y descuartizado por su hermano Seth, y luego resucitado gracias a los poderes mágicos de su mujer Isis, giraba la mayoría de los ritos de iniciación en Egipto. Osiris, el dios que muere y resucita, encarnaba a un tiempo: la vegetación, que se corrompe en la tierra y renace en primavera; el Sol, que parece desaparecer y reaparece a la mañana siguiente; el dios que ha conquistado la inmortalidad y, como tal, juzga a los hombres después de muertos.
En él había de tomar ejemplo el iniciado: después de la muerte, el hombre podía “devenir otro Osiris”, adquirir, como ese dios, existencia eterna; pero el iniciado podía, en esta vida, deificarse, morir simbólicamente, para renacer a una existencia divina.
Morir para renacer, tal era la lección que enseñaba el mito de Osiris, La leyenda se ponía en acción en los santuarios, en el curso de ceremonias secretas, durante las cuales los miembros de la jerarquía sacerdotal eran actores en una serie de espectáculos simbólicos, destinados a dar al iniciado la sensación de que moría y luego renacía a una existencia inefable.
Carla Almaguer
Y si yo quiero pertenecer a la logia?